Hace muchos años que tomé la decisión de no informarme, no darme forma, con las noticias que salían en la televisión, la radio o el periódico porque me afectaba mucho el sentimiento de impotencia. Aun así, es inevitable que de alguna manera me lleguen las noticias, sobre todo porque al buscar información de los temas que me gustan: astrología, geografía o historia, siempre me aparece alguna referencia a un acontecimiento mundial. También el hecho de permanecer totalmente ajena a la trayectoria histórica actual me genera un poco de lástima y desarraigo de mi momento actual, así que comencé a procesar los acontecimientos universales externos con los acontecimientos universales internos, esto es, con la resonancia de unos en otros. Por ello, cuando escucho sobre un incendio forestal pienso: ¿Qué recursos se están quemando en mí? ¿Qué arde en mí? ¿Dónde está este fuego interno que se está representando fuera?
Esta semana, al leer una frase sobre el conflicto entre Israel y Palestina —»dos pueblos reclaman el mismo territorio como patria ancestral»— sentí una punzada que no era solo política, ni siquiera geográfica. Era simbólica. Era mía. Me di cuenta de que dentro de mí también hay dos fuerzas que reclaman un mismo territorio sagrado: el corazón.
El amor heredado
Es ese que aprendí de niña. El que observé en casa, el que absorbí en los gestos, en los silencios, en los enojos no explicados, en los abrazos escasos o abundantes. El amor heredado dice: «así se quiere». Y aunque a veces duela, tiene una lógica emocional que para el alma infantil es innegociable. Se convierte en el molde original del afecto, ese que seguimos reproduciendo incluso sin querer.
El amor elegido
Es el que quiero construir ahora, desde la conciencia. El que no nace por repetición, sino por decisión. El que a veces duele más porque no tiene caminos hechos, sino que hay que abrirlos paso a paso, en la oscuridad. Es el que nace cuando me digo: «esto ya no lo quiero más». Y me lanzo a amar distinto.
El conflicto interno
Ambos tipos de amor reclaman el corazón como «patria ancestral». El heredado porque «llegó primero». El elegido porque dice «ahora me toca a mí». Este conflicto no se resuelve negando uno de los dos. Se resuelve reconociéndolos, honrando lo que cada uno trajo, y permitiéndome elegir sin traicionar.
Como en el conflicto de los pueblos, hay que dejar de pensar en términos de exclusividad: «solo uno tiene derecho». Y empezar a pensar en términos de coexistencia, de transformación.
¿Cómo se hace?
- A través del reconocimiento: ver el patrón original, sin disfraz.
- A través del agradecimiento: incluso lo que dolió me dio algo.
- A través del duelo: despedir lo que ya no quiero repetir.
- A través del acto creador: amar hoy de forma nueva.
Cuando miro un conflicto fuera, ya no me quedo solo con la impotencia. Me pregunto: ¿qué parte de mí está reclamando un territorio que también otra parte de mí necesita habitar? Y entonces, en lugar de paralizarme, empiezo a escuchar.
Porque a veces, el mundo no está tan lejos como creemos. Solo está hablándonos en otro idioma. Y la traducción empieza en nuestro interior.

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